Ella lo seguía procesando. Gabriel estaba ahí frente a ella, con la mano extendida y esa expresión que pretendía ser amable, pero que a Helena le resultaba casi ofensiva.
Las palabras no salían de su boca. No porque no tuviera qué decir, sino porque no sabía por dónde empezar.
¿Con qué cara venía él ahora, después de tanto daño, a invitarla a bailar como si nada?
Sólo podía sentir molestia por su atrevimiento y la forma en que intentaba colarse en una noche que no le pertenecía.
—¿Helena? ¿Estás escuchándome? —preguntó, al no obtener respuestas.
Ella sacudió la cabeza para volver a la realidad.
—Tienes que ser un idiota.
—¿Qué?
—¿Cómo puedes pedirme algo así? ¿Y tu esposa? —inquirió, frunciendo el ceño por el descaro—. No le tienes respeto a tu matrimonio por lo que veo.
—Sólo es un baile —resopló, rodando los ojos—. ¿Qué tiene de malo? ¿Me vas a dejar con la mano estirada?
—Es que no puedo creerlo —se mofó.
—Vamos, Helena. También quiero hablar un rato contigo… —murmuró, in