Mi madrina se había levantado con una terrible jaqueca. Rosa le hizo un consomé, aunque, a decir verdad, se los hizo a todos en la casa. La resaca del día anterior dejó a más de uno destrozado, como deseé que ese hubiera sido el caso de mi malestar y no aquella verdad que continuaba martillando en mi cabeza.
—Permíteme, Rosa, yo misma se lo subiré a mi madrina —me ofrecí.
—Gracias, hija —me entregó la bandeja y sonrío. Fui directo hacia su habitación; al abrir la puerta pude ver que mi madrina ya estaba vestida y sentada en su sofá. Al sentirme sonrió, pero en su semblante se le advertía muy marcada la resaca de la noche anterior.
—¡Qué bueno contemplarte, muchacha! Acércate y dame un beso —declaró extendiéndome los brazos. Yo deposité la bandeja en la mesita del cuarto y fui rápidamente a acurrucarme en sus brazos maternales; realmente lo necesitaba. No pude evitar reprimir el llanto, ella al notarlo me tomó del rostro y elevó mi cara para comprobar sus sospechas.
—¿Qué te pasa, E