Pasaron los años. La relación entre Ino, Mario y María se volvió tan fuerte que ya no se trataba de una familia improvisada, sino de una verdadera unión. Ino los consideraba sus padres. Mario la veía como su hija. María, que había dejado de usar el traje de sirvienta por insistencia de Ino, se convirtió en su figura materna. Durante años, María durmió junto a ella, calmando sus pesadillas y sus miedos.

Al principio, criarla fue difícil. Las mordidas continuaban, aunque ya no eran tan feroces como aquella primera vez que atacó a Mario. Con el tiempo, Ino aprendió a controlar sus impulsos. Pero algo más crecía dentro de ella.

Faltando tres meses para cumplir doce años, Ino comenzó a sentir un hambre descomunal. Cada semana necesitaba un plato más. Dos platos. Tres. Cuatro. Y aunque comía como si tuviera un vacío sin fondo, no subía de peso.

Mario, dueño de una granja de leche y engorde de animales, lo encontró extraño. La llevó al hospital en varias ocasiones, pero los resultados siempre