El amanecer llegó con una luz pálida que no prometía nada bueno. Valentina había bajado a la cocina antes que nadie, movida por un instinto doméstico que creía haber enterrado junto con su matrimonio oficial. Pero allí estaba, cascando huevos en un tazón de cerámica mientras la cafetera italiana borboteaba sobre la estufa de gas.
Siete personas. Siete desayunos. Siete formas diferentes de fingir normalidad.
Cortó pan ciabatta con movimientos precisos. El cuchillo golpeaba la tabla con un ritmo hipnótico. Pan. Mantequilla. Mermelada de higos que había comprado en el mercado de Siena. Tareas simples que mantenían sus manos ocupadas y su mente lejos de la imagen de Liam besando a Danna bajo la luz de la luna.
Había visto todo desde el balcón. Cada segundo.
La cocina se llenó del aroma a café y a algo quemándose. Valentina rescató las tostadas justo a tiempo. Las rascó con un cuchillo para eliminar lo negro. Una metáfora demasiado obvia.
Stephano entró primero. Caminaba con esa postura ríg