10

Desperté con el olor a carne quemada.

Era mi propia piel.

Abrí los ojos y el mundo era barras plateadas. Una jaula. No más grande que un armario. Y cada centímetro de ella era plata pura.

Mi piel donde tocaba el metal estaba roja, ampollada, ardiendo con agonía que me hizo jadear.

—Buenos días, prima.

Elena estaba sentada en una silla fuera de la jaula, con las piernas cruzadas elegantemente. Llevaba un vestido blanco inmaculado que contrastaba obscenamente con la oscuridad de este lugar.

Intenté alcanzar mi poder. Sentir la luna.

Nada.

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