Duncan, aún inclinado sobre Elara, temblando ligeramente por la burla de Keith sobre la galleta, enderezó su postura. La farsa de los trajes ya no era suficiente para protegerlo. El silencio se había vuelto una carga demasiado pesada, y la presencia insolente de su hermano lo estaba asfixiando. Keith seguía recostado en el sofá, bebiendo su té con una calma que parecía diseñada para provocar. La luz de la tarde, antes apenas atrevida, ahora pintaba la habitación de un color ocre pesado, envolviendo a los tres en una atmósfera de juicio.
—Keith, por favor —empezó Duncan, forzando un tono de calma oficial que sonó a súplica—. ¿A qué has venido realmente? Ya has terminado de... explorar la casa. Grace y Elara y yo tenemos trabajo. Necesitamos avanzar en esto.
Keith levantó una ceja, ladeando la taza en un gesto de calculada sorpresa, como si Duncan hubiera dicho una tontería infantil. Se permitió un sorbo prolongado, el sonido resonando en el salón de terciopelo.
—¿Que a qué he venido? —