Keith salió del salon de juegos con un paso ligero y elástico, la burla aún resonando en su interior. No se sentía simplemente satisfecho; se sentía como un maestro ajedrecista que acababa de mover una pieza clave, disfrutando de la previsible reacción de su oponente. La satisfacción de haber desarmado a Caroline sin siquiera tocarla plenamente era intoxicante: había dejado una semilla de deseo y frustración que crecería con el tiempo, el verdadero arte del control.
Se deslizó por los vastos y silenciosos pasillos alfombrados, disfrutando de la quietud que contrastaba con el estallido de energía que acababa de dejar atrás. El camino de vuelta al Salón de Té era largo, un laberinto de historia familiar y lujos anticuados, pero él avanzaba con el porte de un hombre que sabe que, sin importar el destino, su presencia lo dominará.
Mientras cruzaba el Vestíbulo de las Armas, se topó con una de las sirvientas que se dirigía hacia el ala oeste con un pequeño cesto de ropa de lino. Se llamaba