El aire, denso y tranquilo, olía a papel viejo, cera de abeja y un toque terroso de un fuego lejano que ardía en alguna chimenea. Pero dentro de ese lugar, Elara sentía que el suelo se abría bajo sus pies, un vacío invisible que parecía querer tragársela entera. Duncan la tenía entre sus brazos, acercándola suavemente a la sombra de una estantería alta, donde los lomos de los libros de historia familiar parecían observarlos. La besaba con una ternura firme, un beso que no dejaba dudas sobre lo que sentía. Era el beso de un hombre que la quería, honesto, cálido y lleno de una promesa silenciosa de futuro.
Elara se aferró a la solapa de su chaqueta de tweed, el tejido áspero bajo sus dedos era como un ancla en la tormenta que sentía por dentro, y le devolvió la pasión con una desesperación apenas oculta. Por un momento, solo existió Duncan: sus labios suaves, el calor de su cuerpo contra el suyo, y el leve aroma a pergamino viejo que se mezclaba con el suyo, creando una burbuja íntima y