Elara estaba al borde del abismo, con la respiración entrecortada y la mente atrapada en un torbellino de miedo y deseo ardiente. Se aferró a Duncan, sin saber si lo abrazaba a él o a la realidad que él representaba. En ese momento, una voz monótona y el chirrido de un carrito de limpieza rompieron la burbuja de la biblioteca.
—Perdón, Señor Duncan. Solo venía a ver si necesitaban algo o si ya podía limpiar esta sección antes de que oscurezca del todo —dijo la señora Wallace, la empleada de limpieza más vieja. Avanzaba sin mirar realmente a la pareja, concentrada en el plumero y el carrito lleno de productos.
La interrupción fue un choque frío y salvador. Elara se apartó rápido, sintiendo cómo se le calentaba el rostro hasta la raíz del cabello, y se acomodó el vestido. La culpa que había quedado tapada por la excitación volvió con fuerza, un escalofrío que nada tenía que ver con el frío escocés. Gracias a la señora Wallace, no tuvo que ser ella quien cortara el beso o rechazara a Dun