Elara se quedó clavada en el pasillo, su cuerpo entero temblando con una mezcla de miedo e impotencia. Los ojos oscuros y profundos de Keith, que hace un instante ardían con la furia de su llamada telefónica, ahora la miraban con una calma calculadora, era una oscuridad peor que cualquier ira desenfrenada. Él no estaba invitándola; estaba obligándola. La mano de Elara se cerró en un puño, incapaz de levantarla para protestar, y su mirada se inclinó, incapaz de mirar a Keith. La sumisión no fue algo que ella deseara, fue un reflejo desesperado forzado por su instinto de supervivencia.
Comenzó a avanzar hacia él, sus pasos arrastrándose sin ruido por la alfombra gruesa del pasillo. Keith se hizo a un lado lo justo para dejarla pasar. Ella entró, sintiendo cómo el aire caliente de la habitación, cargado y pesado, la envolvía.
El cuarto era amplio, más que la habitación que compartía con Duncan, una versión más elegante, pero infinitamente más intimidante que otra sección de la residencia