Elara se hundió en el sillón, fingiendo una comodidad que distaba mucho de su tormenta interna. El reloj era como un cronómetro. Ya llevaba minutos de retraso. El terror de la furia silenciosa de Keith era una mordaza en su garganta, tan asfixiante como la capa que había usado horas antes. No podía rechazar la hospitalidad de Grace sin exponer su coartada.
Grace se sentó frente a ella, sirviendo con calma dos tazas de té de jazmín de una tetera de porcelana fina que parecía tener siglos. El ritual hogareño contrastaba brutalmente con la urgencia que ardía dentro de Elara.
—Toma esto, querida. Te sentará bien —dijo Grace, empujando la taza hacia ella con un gesto maternal—. Olvídate de los plazos por un momento. Aquí, el tiempo corre más lento, y a veces, para la paz mental, eso es una bendición. Bebe.
Elara tomó la taza, el calor reconfortante del borde de porcelana en sus manos era lo único que la anclaba a la realidad. Sintió el perfume dulce del jazmín, envolverla, una trampa suave