Duncan se rio suavemente, un sonido melancólico que rompió el silencio de la biblioteca. Había estado tecleando notas en su laptop, pero la pregunta de Elara sobre su infancia lo había sacado por completo del manuscrito de Holloway. Cerró la tapa de la computadora, apoyándose en el respaldo del sofá de cuero, mirando la chimenea como si las llamas contuvieran imágenes de su pasado.
—¿Keith? —comenzó Duncan, su tono lleno de una nostalgia dulce y dolorosa—. Cuando éramos niños, la relación... era buena, Elara. Era honestamente buena. Él no era mi hermano mayor, era mi amigo. Éramos inseparables, a pesar de los cinco años de diferencia. Yo era un niño caprichoso, siempre llorando, pero él me arrastraba a las caballerizas o me hacía escalar los muros del jardín. Nos considerábamos el dúo dinámico de las tierras altas.
Una sonrisa genuina, la primera que Elara veía en días, apareció en su rostro, iluminando ligeramente la sombría biblioteca.
—Pasábamos horas viendo películas antiguas en