La lluvia convertía la autopista en un espejo quebrado. Las luces de la ciudad se estiraban en franjas rojizas y blancas, refractadas por el parabrisas, y cada destello parecía inventarse una historia distinta. Clara apretó el puño sobre el bolso sin mirarlo; el cuero le rozaba la piel como un recordatorio físico de su máscara. Mart ín conducía con calma ceremoniosa, como si la noche y la tormenta fueran cómplices de su confesión por venir.
El coche avanzaba sin prisa. El motor rugía un bajo compás que le daba al trayecto una cadencia de confesionario. Por fuera, la lluvia barría las huellas; por dentro, la atmósfera era otra cosa: densa, medida, llena de silencios con puntas. Clara había aceptado subir al vehículo porque la decisión de ir con Martín la ponía en el centro de las cosas que necesitaba destruir. Pero también sabía que subirse al coche del hombre que ella empezaba a sospechar como arquitecto de su infierno era jugar con fuego.
—No sé si te pregunté por qué confiaste —dijo