—Solo… quédate.
Fue tan simple. Tan desnudo. Tan distinto a él.
Ella giró para mirarlo, y lo encontró con los ojos bajos, la mandíbula tensa, como si haber dicho eso le hubiera costado más que su propia resurrección.
—Leonard…
—No quiero dormir solo. No esta noche.
Abril dudó. Pero algo en su voz —no la arrogancia de siempre, no el control quirúrgico—, sino un tono de hombre vencido, le perforó las defensas. Asintió con un leve movimiento de cabeza.
—Está bien. Pero duermes. Nada más.
—Lo prometo —respondió, aunque no sonaba convincente.
El reloj marcaba media noche, cuando Abril despertó sobresaltada. Había tomado el sofá de la biblioteca y la manta se había caído de las piernas. Algo había sonado. Era un quejido ahogado.
Corrió hacia la habitación. La puerta estaba entreabierta.
Leonard se agitaba en la cama, con el rostro contraído por una pesadilla. Con las sábanas enredadas a sus tobillos, con el pecho desnudo brillando de sudor. Murmuraba algo. Su nombre.
—Abril…
Ella se acercó,