La habitación del hotel se había convertido en un campo de batalla donde las armas eran suspiros y la munición, caricias prohibidas. Valeria sentía que cada centímetro de su piel ardía bajo el tacto de Enzo, quien había desplegado toda su artillería de seducción sin piedad alguna.
—Dime que lo deseas tanto como yo —susurró él contra su cuello, mientras sus manos expertas recorrían la curva de su cintura, deteniéndose justo en el borde de su falda.
Valeria arqueó la espalda, incapaz de contener el gemido que escapó de sus labios. La guerra de poder que habían mantenido durante semanas se desvanecía ante la evidencia de un deseo que resultaba imposible de negar.
—No te daré ese gusto, Costa —respondió ella con la voz entrecortada, contradiciendo con su cuerpo lo que sus palabras negaban.
La sonrisa de Enzo se ensanchó, depredadora y confiada. Sus dedos se deslizaron bajo la tela de seda de la blusa de Valeria, trazando círculos sobre su piel d