La luz del amanecer se filtraba entre las cortinas de lino blanco, proyectando sombras suaves sobre la cama king-size. Valeria abrió los ojos lentamente, su cuerpo todavía entrelazado con las sábanas de algodón egipcio. Junto a ella, Enzo dormía profundamente, su respiración pausada y tranquila. Las canas en sus sienes brillaban con la luz matutina, haciéndolo parecer distinguido, maduro. Diferente al hombre con quien se había casado hacía tantos años.
Habían pasado cinco años. Cinco años completos.
Valeria deslizó las piernas fuera de la cama, sintiendo el frío del suelo de madera contra sus pies descalzos. Se puso de pie y el camisón de seda se deslizó por su cuerpo, revelando por un instante la cicatriz horizontal que cruzaba su abdomen bajo. Tres cesáreas. Tres cicatrices superpuestas, testimonio permanente de los hijos que había traído al mundo en circunstancias que prefería no recordar en mañanas como esta.
La casa estaba silenciosa. Eran las seis y cuarto de la mañana, y en med