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Capítulo 32. La jaula de oro

Leiah estaba en su habitación, sentada en el suelo, con las piernas recogidas contra el pecho y la frente apoyada en las rodillas. La luz de la tarde entraba débil por la ventana, tiñendo de sombras los pliegues del vestido de prueba que colgaba en la esquina, como una burla muda.

Lloraba en silencio. Como había aprendido a hacerlo desde niña: sin sollozos, sin ruido. Solo lágrimas que se deslizaban por las mejillas como la prueba final de que algo dentro de ella se había roto para siempre.

Darren.

Ese nombre aún dolía. Aún latía como un tambor en su pecho.

Había algo en él que gritaba amor, y luego… la trataba como si fuera una farsante, una cazafortunas, una prostituta elegante a la que había comprado con favores, como si su amor hubiese sido una transacción mal hecha. Una trampa. Como si él hubiera sido el verdadero ingenuo.

—Si piensas que me vendí… —murmuró en la habitación vacía—, fue porque nunca fuiste un príncipe… Siempre intentaste comprarme.

Su voz se quebró al decirlo.

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