El sol abrasaba el aire afuera del hospital, mientras dentro el ritmo de la urgencia no se detenía. Médicos, enfermeras y personal se movían con rapidez, cada uno cumpliendo su deber, convirtiéndose en puentes de esperanza para quienes se aferraban desesperadamente a la vida.
En el último piso, en una habitación VVIP accesible solo con permiso directo del presidente del Grupo Alexander, el ambiente era distinto. Allí, un equipo de médicos y enfermeras vigilaba las veinticuatro horas del día a un solo paciente crucial.
Un anciano de rasgos amables, ahora desgastado por los años, yacía en la cama. Lo rodeaban tubos y máquinas que mantenían con vida su frágil cuerpo. Sin ellos, su respiración se habría detenido hace mucho.
Damian estaba sentado junto al lecho. Vestido con ropa estéril de hospital, sostenía la mano fría y frágil del anciano, masajeándola con suavidad.
—Tío… estoy aquí —susurró.
Su voz temblaba, cargada con la vulnerabilidad de un niño aferrado a sus padres—. Estás mejor h