—Quítate la ropa —ordenó Romina con un tono autoritario y monótono.
Cristina cerró los ojos con fuerza y encogió los hombros, sin moverse ni decir nada.
Al ver su cara pálida, Romina se inclinó hasta su oído, con una sonrisa perversa. La tomó de la oreja y se la retorció, como una advertencia.
—Escúchame —le susurró con dureza—. Paolo me mandó a prepararte, ¿entiendes? Si no cooperas, puedo llamar a los guardias para que te “enseñen” ellos. Más te vale que no te pongas difícil.
Cristina sintió que le faltaba el aire. Un escalofrío le recorrió la espalda y se encogió aún más.
—No… no necesito que me enseñes nada —dijo en voz baja.
—¿Ah, no? —replicó Romina, soltándola bruscamente—. Perfecto. Entonces llamaré a los guardias. No me vengas a rogar que te salve después.
A Cristina se le hizo un nudo en la garganta. Se retorció las manos, impotente, y apretó los labios.
—¡No, por favor! —suplicó con voz temblorosa—. No llames a nadie. Haré lo que digas.
Romina la miró con fastidio, sus ojos