MASSIMO
El saco cruje cada vez que mis puños lo golpean. No es solo dolor lo que siento. Es impotencia. Es rabia. Es esa maldita presión constante en el pecho que no se va aunque haya dejado de sangrar.
Mis nudillos vibran. No debería estar entrenando todavía porque mis costillas aún no terminan de sanar. Mi respiración arde cada vez que lanzo un golpe, pero no pienso detenerme. No puedo.
El sudor me corre por la espalda, empapándome la camiseta, pero ni siquiera lo determino.
Estoy cansado de pensar. Cansado de recordar. Cansado de verla en cada esquina de esta maldita casa.
¿Por qué no puedo ignorarla? ¿Por qué no me basta con saber que me traicionó? ¿Por qué, jodidamente, sigue apareciendo en mis pensamientos como una condena constante?
El sonido de pasos me alerta, pero no me giro. Sigo golpeando.
— ¿Hasta cuándo seguirás así? —pregunta Matteo, con ese tono calmado que tanto me irrita.
— ¿Hasta cuándo dejarás de hablarme de manera informal? —escupo, sin detenerme.
— Somos hermanos