El tiempo pasó.
La animada atmósfera de la fiesta se había desvanecido en el silencio de la noche, bajo el tenue resplandor de las luces del jardín. La fresca brisa nocturna se colaba entre las hojas, rozando su piel con un frío que se filtraba hasta los huesos.
Solo quedaban algunos guardias de seguridad afuera; todos los demás habían regresado a la casa de huéspedes para descansar.
La fiesta había terminado.
Dentro de uno de los autos estacionados, aún permanecían dos personas.
Brown chasqueó la lengua suavemente y negó con la cabeza mientras se recostaba en el asiento del conductor. El motor del coche seguía apagado, la ventanilla bajada, dejando que el aire nocturno le acariciara el rostro.
—Oye, ¿ya terminaste de llorar? —preguntó con media sonrisa—. Podrías despertar a la señorita Davina con esa voz.
Echó un vistazo hacia la casa principal, silenciosa y tranquila. La luz del cuarto del señor Damian se había reducido a un tenue brillo de lámpara.
—¡Vamos! Es imposible que me oiga