CAPÍTULO: La noche del abismo (Punto de vista de Fabricio)
El reloj de la pared no tenía manecillas. O quizás sí, pero él ya no podía verlas con claridad. Desde que lo encerraron en esa sala de custodia dentro del mismo juzgado, el tiempo había dejado de tener forma. Todo se reducía a una sensación viscosa que le recorría el cuerpo: vacío, temblor, ansiedad.
Fabricio Castiglioni caminaba en círculos por el cuarto angosto, con las manos en la nuca, murmurando palabras que se perdían en el eco. Afuera, el pasillo estaba en silencio. Lo custodiaba un guardia aburrido que ni siquiera lo miraba.
La ley decía que aún no estaba preso. Técnicamente. Su abogado —ese inútil de Leopoldo García— había pedido una prórroga para no enviarlo a la cárcel todavía, apelando a no sé qué artículo inútil que jamás entendió. Pero como estaba cumpliendo condena previa por otros delitos, no podía salir de ahí. No había libertad, no había noche, no había aire.
Y no había droga.
Ese era el verdadero infiern