La luz del pasillo del segundo piso titilaba, enferma, como si la mansión respirara a golpes. El humo de pólvora formaba una neblina baja que raspaba la garganta. En el suelo, casquillos brillaban como dientes rotos. James avanzó primero, hombros anchos, la pistola firme, y a su lado su esposo, Sean, igual de tenso, igual de listo. No hablaban mucho; no les hacía falta. Años de guerras compartidas habían convertido sus gestos en un idioma propio: un leve movimiento de muñeca significaba “cubro esquina”; una inclinación de cabeza, “sube por la izquierda”. Eran dos mitades de una misma voluntad.
—Quietos —ordenó James a los hombres detrás, sin girarse—. Riso es nuestro.
Los pasos se amortiguaron cuando el grupo se pegó a las paredes. Desde algún cuarto al fondo llegó el chasquido metálico de un cargador encajando. Sean miró a James: confirmación silenciosa. El enemigo no estaba rendido; estaba preparándose para morder.
—Te escucho respirar, James Carbone —bramó Riso desde la penumbra, v