5. ¿Una sustituta de su mujer?

Cuando bajaron, una pequeña O se formó en su boca debido al asombro.

Hectáreas tras hectáreas verdes lo cubrían todo; y en medio, a lo lejos, una casa inmensa era resguardada por rejas enormes que parecían no tener límite de ancho y altura. Dios, de verdad que parecía no tener fin, no se veía donde comenzaba  o terminaba aquel lugar; era sencillamente impresionante.

Había estado en una hacienda alguna que otra vez a lo largo de su vida, pero, si era sincera, ninguna se asemeja a esa.

Cristo cargó a la niña y la acomodó en el asiento trasero del todo terreno, ella ocupó el puesto del copiloto por petición de él y muy pronto atravesaban esas rejas que no demoraron en intimidarla todavía más.

— Bienvenida a Villa Cecilia — le dijo él cuando aparcó el jeep rojo junto a un par de camionetas del mismo estilo.

— ¿V-vives aquí? — consiguió preguntar, todavía aturdida.

— Si, ¿no era lo que esperabas?

— No, pero… me gusta — reconoció en seguida.

El hombre sonrió, si bien todo el que llegaba por primera vez a la hacienda se impresionaba por el tamaño y cuidado de la vegetación, ninguna expresión le había parecido tan adorable como esa.

Tenía una mirada limpia e inocente; aunque rota, eso lo había percibido desde el primer segundo y no se le pudo sacar de la cabeza, pues que podría atormentar a una jovencita de veinte que apenas debía estar comenzando a vivir la vida.

No preguntaría, no era su bendito problema, ella solo estaba allí para ser la niñera de su hija y nada más, sus problemas no eran su asunto, que quedara claro desde ya.

En cuanto bajaron, un par de hombres armados hasta los dientes se acercaron y allí repartió un par de órdenes sin dejar de observarla. Cada vez se sentía más desconcertado con ella, con lo que inesperadamente le provocaba y atraía; no podía dejar de mirarla, estaba tan prendido a esa belleza de cabello rojo que de verdad no se reconocía a sí mismo, debía parar… debía hacerlo antes de que fuese capaz de faltar el respeto a su anillo de bodas.

Jamás, en sus diez años de casados, había puesto los ojos en otra mujer, no iba a hacerlo ahora, no señor, ¿qué diablos le pasaba?

Minutos después, una muchacha que parecía ser empleada de la hacienda bajó unas escaleras de al menos doce escalones y se llevó a la pequeña niña en brazos; cosa que a ella no le gustó mucho, pues deseaba pasar junto a la pequeña todo el tiempo que fuese necesario y más.

— No te preocupes, en lo que despierte podrán ponerse al día — le dijo él tan pronto percibió su gesto triste.

Cuando subieron las escaleras, dos mujeres perfectamente acicaladas los recibieron en frente de la puerta principal. Las dos muy diferentes la una de la otra, aunque asombrosamente atractivas y con un ligero parecido a la dulce niña de risos dorados.

— Bruna, Caterina, ella es…

— La niñera — dijo una de ellas, de forma fría y despectiva —. Jamás creí que hablaras en serio respecto al tema, ¿buscarle una sustituta a mi sobrina… en serio? ¡Que bochorno para la familia!

Zanjó indignada y entró a la casa, soberbia, dejándolos a todos allí.

Cristo se irguió y respiró frustrado, ya no soportaba el carácter de esa mujer ni mucho menos la forma en la que le hablaba. Bruna era la tía de su difunta esposa, y aunque nunca aprobó a un hacendado como esposo de una jovencita de su alcurnia y clase, vivió allí durante años para asegurarse de que su sobrina, a la que quería como una hija por no haber concebido a la suya propia, fuese tratada y respetada como lo que era, una reina de alta clase.

— Perdónala, querido, últimamente no se soporta ni ella misma — intentó disculparse Caterina, su suegra, a quien le guardaba muchísimo cariño y respeto.

— No puede hablarme así, Caterina, y si no he sobrepasado mis límites y he tomado una decisión en cuanto a su estadía aquí durante estos meses ha sido por ti y mi hija, pero esta situación no puede seguir así — dijo, decidido.

La mujer, desde que supo sobre aquella decisión, se opuso en seguida, nadie mejor que ellas para seguir criando a la niña como a Cecilia le hubiese gustado, pero él era el padre y por lo mismo tenía la última palabra.

— Hablaré con ella, hijo, déjamelo a mí — dijo, acomedida, luego miró a esa muchacha de ojos marrones que se ocultaba tímida en la espalda de un Cristo que parecía tener toda la intención de protegerla.

El hombre asintió y se hizo a un lado, dejando que Galilea se mostrara.

— Bienvenida a esta casa, muchacha, y perdona a mi hermana, ella…

— No se preocupe, no debe ser fácil para nadie — dijo y aceptó la mano cálida de esa mujer que tenía más parecido con la niña que el propio padre.

Caterina tenía buen ojo y gusto, tal como lo tenía su hija, así que no tardó en reconocer la belleza inigualable de esa muchacha y ese cabello… santísimo, jamás había visto un rojo tan precioso, sedoso y natural como ese.

Más tarde, la misma muchacha que se había llevado a Salomé le mostró su habitación, era grande y espaciosa, aunque un poco calurosa pese a las altas ventanas.

— Lo que necesite, puede tocar ese timbre y alguien del servicio vendrá en seguida — le dijo la joven, señalando un pequeño interruptor dorado junto a la cama.

Cuando quedó sola, tomó una ducha larga y luego buscó entre sus pertenencias alguna prenda cómoda y fresca para usar ese día, pues el calor de verdad que era terrible en aquellas fechas.

Caterina prestó atención a como su yerno observaba a esa muchacha mientras desaparecía por las escaleras y notó en seguida que alguna vez así había visto a su hija, lo que no le preocupó, pues él estaba en todo su derecho de rehacer su vida; sin embargo, sabía que ese muchacho era terco y difícil de llevarle el ritmo, a Cecilia le costó años y un poco de sufrimiento, esperaba, por el bien de su nieta, que las cosas se quedaran como estaban y no se complicaran, además, ella se veía bastante joven, se notaba la diferencia como por diez años, y que decir de sus proporciones, Cristo era grande como un roble y esa jovencita dudaba que pasara los cincuenta y cinco kilos.

Suspiró, quizás solo estaba haciéndose una película sin sentido en su cabeza.

Cristo, ansioso como nunca solía serlo, subió las escaleras con la excusa de ponerse al corriente de la rutina de su hija con Galilea, pues debían dejar una que otra cosa clara en cuanto a la educación de la pequeña.

Tocó, sin saber, que la puerta no estaba del todo cerrada, así que cuando se abrió, la descubrió en el centro de la habitación con nada más que una toalla cubriendo sus partes más íntimas.

Indescriptiblemente, algo se incendió dentro de él… y no supo qué, hasta que se miró la entrepierna y se encontró con una erección que no se despertaba hacía ya meses por ninguna otra mujer que no fuese su esposa.

Galilea, al sentirse observada con demasiada insistencia, alzó la vista, y tan asombrada como lo estaba ese hombre por el monstruo que se apretaba contra su cremallera, se irguió torpemente al tiempo que una esquina de la toalla se quedaba prendada al cierre de la maleta y se le caía, dejándola completamente desnuda en frente de unos ojos que amenazaron con comérsela de un solo bocado.

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