Capítulo 41: Escuchar, quedarse y volar

Las mañanas en la finca habían tomado un ritmo dulce y predecible. Camila solía despertar antes que el sol terminara de abrirse paso entre los árboles del jardín. Encontraba, casi todos los días, un pequeño ramo improvisado sobre la bandeja del té, flores sencillas que Leonardo cortaba del sendero lateral. Lavandas, margaritas tercas, una rosa que había sobrevivido a un viento caprichoso, atadas con una cinta de algodón. Al lado, alguna frase breve escrita con su letra firme: «Gracias por quedarte» o «Hoy también te elijo».

Aquella mañana, Camila olió las lavandas, dejó la bandeja en la mesa auxiliar y se acercó a la cuna transparente donde Leonora dormía aún, con los labios humedecidos y el puño como si sujetara un secreto. En el sillón junto a la ventana estaba Leonardo, inclinado lo suficiente para que la luz no le diera de lleno en los ojos. Tenía el teléfono sobre el regazo y la mirada en la niña.

—No dormiste mucho —dijo ella, con una sonrisa cansada.

—Lo suficiente —respondió é
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