Leonardo había descubierto que los pequeños gestos tenían un poder inesperado.
No eran grandes regalos ni promesas deslumbrantes lo que transformaba los días de Camila, sino aquellas flores que él recogía del jardín, aún húmedas por el rocío de la mañana, y que dejaba sobre la mesita de noche o junto a su almohada. Siempre acompañaba el detalle con alguna palabra sencilla, pero cargada de intención: «Eres lo más bello que habita esta casa», o «Gracias por darle sentido a lo que me queda de vida».
Camila, por supuesto, no sabía cómo reaccionar ante eso. Una parte de ella quería sonrojarse, dejarse llevar por aquella dulzura inesperada; otra parte, la que había aprendido a defenderse del desengaño, se resistía a creer que pudiera ser real. Cada vez que sus ojos se cruzaban con los de Leonardo, sentía cómo su corazón se agitaba en el pecho, pero se obligaba a no demostrarlo.
Y él no la culpaba, la comprendía perfectamente. Por eso mismo, no pensaba desistir en sus intentos de demostrarle