A kilómetros de distancia, en la soledad presurizada del búnker, Alessandro libraba su propia guerra, una batalla de sombras en los pasillos del poder. La luz de sus monitores se reflejaba en el ámbar del whisky que giraba en un vaso de cristal. Estaba en una videollamada, la cara de su interlocutor pixelada y oscurecida. Era su mejor investigador privado.

—No me importa cómo lo consigas, Marcus —dijo Alessandro, su voz un murmullo bajo y peligroso—. No me importan las leyes de privacidad suizas. Quiero saber quién está financiando la rebelión de Ricardo Moretti en mi consejo. Quiero sus cuentas bancarias, sus registros de llamadas, el nombre de su amante en Ginebra. Quiero todo. Quiero la munición para destruirlo, no solo en la sala de juntas, sino en su vida. Quémalo hasta los cimientos.

Cortó la comunicación. La pantalla se quedó en negro, pero por un instante, no vio su propio reflejo. Vio el rostro de Isabela. Calmo. Calculador. Peligroso. Su guerra corporativa era un juego que c