"Saluda."

La palabra, tan inocente, tan banal, se quemó en la retina de Isabela. El rostro de Abril, magullado y aterrorizado en la pantalla, no era solo una imagen. Era un grito. Era una acusación. Era el sonido de la guerra real, la guerra sucia, golpeando la puerta de su jaula de hormigón y acero.

El shock inicial fue un vacío, un agujero negro que absorbió todo el aire de sus pulmones. Pero ese vacío no duró. Se llenó, casi instantáneamente, con una furia tan pura, tan blanca y caliente, que pensó que podría derretir el propio terminal. La culpa fue el combustible. Cada segundo que había pasado jugando a la estratega, cada momento que había pasado desentrañando los secretos de Alessandro, había sido un segundo en que Abril había estado expuesta. Vulnerable.

Su dolor no se convirtió en lágrimas. Se convirtió en hielo.

Se levantó de la silla, la tableta en la mano como si fuera un arma. Salió de su habitación y entró en la sala de control, donde Alessandro todavía estaba al teléfono