El bosque se volvía más denso a medida que Brianna avanzaba. Los árboles parecían inclinarse hacia ella, como si quisieran susurrarle advertencias que el viento se llevaba antes de que pudiera escucharlas. La niebla se arrastraba entre las raíces retorcidas, formando figuras fantasmales que aparecían y desaparecían con cada paso.
Había cruzado la línea prohibida hace veinte minutos. Nadie de la manada se atrevía a pisar este territorio. Nadie excepto ella.
"No vayas nunca al norte del río de piedra", le había advertido Damien una vez, con aquella voz que no admitía réplica. "Es tierra maldita".
Pero Brianna sabía que lo maldito no era la tierra, sino el hombre que habitaba en ella.
El medallón que colgaba de su cuello palpitaba contra su piel como un segundo corazón. Lo había encontrado entre las pertenencias de su madre, escondido en un compartimento secreto de su viejo joyero. Un lobo de plata con ojos de ámbar. La misma insignia que había visto tatuada en el hombro de Damien, pero