La biblioteca de la mansión Delacroix era un santuario de conocimiento. Estanterías de roble oscuro se elevaban hasta el techo, repletas de volúmenes encuadernados en cuero que desprendían ese aroma particular a papel antiguo y sabiduría acumulada. La luz de la tarde se filtraba por los ventanales, dibujando patrones dorados sobre la alfombra persa y los sillones de terciopelo verde.
Clara había elegido este espacio para las lecciones de Sophia. La pequeña, con su vestido azul celeste y su cabello recogido en una trenza, se sentaba junto a ella en la mesa central, inclinada sobre un cuaderno donde practicaba su caligrafía. A pesar de su mutismo, la niña mostraba una inteligencia vivaz y una capacidad de aprendizaje que asombraba a Clara.
—Muy bien, Sophia —susurró Clara con una sonrisa, observando cómo la niña trazaba con precisión las letras—. Tu caligraf&iacut