La biblioteca de la mansión Delacroix se había convertido en el refugio predilecto de Clara y Sophia durante las últimas semanas. Aquella mañana de primavera, la luz se filtraba por los ventanales, dibujando patrones dorados sobre los libros antiguos y el escritorio de caoba donde ambas se encontraban sentadas. Clara observaba con atención cómo la pequeña Sophia, con sus ocho años recién cumplidos, trazaba con delicadeza las letras en su cuaderno.
—Muy bien, Sophia —susurró Clara con una sonrisa, señalando el ejercicio completado—. Tu caligrafía mejora cada día.
La niña levantó la mirada y sus ojos brillaron con orgullo. No necesitaba palabras para expresar su satisfacción; su sonrisa era suficiente. Clara había aprendido a interpretar cada gesto, cada mirada de aquella niña que, en su silencio, comunicaba más que muchos