El silencio en la habitación entre Alicia y Montserrat era denso, solo interrumpido por el tenue pitido de las máquinas monitoreando los signos vitales de Alicia. Ella aún sentía la cabeza pesada y un leve dolor punzante donde la piedra la había golpeado, pero lo que más le incomodaba era la mirada de Montserrat.
La mujer se había sentado en la silla al lado de la cama, con una expresión dulce y aparentemente afable.
—Dante y yo tenemos una amistad de muchos años —comentó Montserrat con una sonrisa melancólica—. Nos conocemos desde que éramos unos niños y siempre hemos estado el uno para el otro.
Alicia no respondió. Solo la miró en silencio, intentando descifrar qué buscaba Montserrat con aquella conversación.
—Hemos pasado por tantas cosas juntos... Momentos felices, momentos difíciles… Pero siempre ha estado ahí para mí, como yo para él.
El tono de su voz era suave, delicado, casi como si no quisiera hacer daño con sus palabras, pero al mismo tiempo, cada una de ellas se clavaba en