El miedo no desapareció.
Se transformó.
Ya no era el tipo de terror que paraliza, que te deja sin aire ni opciones.
Era peor.
Ahora se sentía como un par de ojos invisibles observándome en cada esquina. Como una sombra sigilosa que se deslizaba entre la multitud.
Como un susurro apenas audible en la brisa nocturna.
La certeza de que algo acechaba.
Y que no importaba cuánto corriéramos… no habíamos escapado.
Comencé a notar las señales en pequeños detalles.