El cielo estaba teñido de un gris monótono mientras la ciudad se desperezaba lentamente, como si arrastrara el peso de secretos antiguos bajo sus aceras. Leo caminaba con pasos cautelosos por la calle adoquinada, sintiendo cómo la humedad del asfalto se colaba por las suelas de sus botas. Cada paso lo alejaba más de la seguridad de su hogar y lo empujaba hacia un terreno resbaladizo y oscuro.
Gabriel Mendoza lo esperaba junto a un portón oxidado, de esos que parecían rechinar incluso sin moverse. Vestía como siempre: de negro, con un abrigo largo y las manos en los bolsillos, como si nada pudiera perturbarlo. Sus ojos oscuros se encendieron cuando vio a Leo acercarse.
—Puntual. —Le sonrió, aunque su sonrisa parecía más un contrato no verbal que un gesto amab