En la soledad de su jaula, Ariadna se escondía bajo la sábana.
«¡Esto es horrible! Mi vida es horrible, yo soy una persona horrible», pensó mientras lloraba a borbotones.
La puerta de la habitación se abrió de manera abrupta y la figura grande e imponente de Nathan se mostró entre las sombras. Con el rostro serio y la mandíbula apretada, avanzó hacia la cama. La lámpara cálida brindaba una luz tenue al cuarto.
—Perdón —le susurró a su esposa—. Ese tipo es un idiota que no tiene cerebro y no se mide en las idioteces que dice.
Ariadna se quitó la manta de encima y, sin importar lo ridícula que se viera, encaró a Nathan y le gritó que él era culpable por llevarla en contra de su voluntad.
Esperaba que él le replicara algo o bien, que se burlara de sus lloriqueos; sin embargo, Nathan le sostuvo la mirada y su rostro se mostró afligido.
—Soy un imbécil, hijo de puta —reconoció y enseguida se sentó sobre la cama.
—Quiero estar sola, vete —le dijo ella entre sollozos.
—Tú eres hermosa