Las luces del quirófano le quemaban ligeramente los ojos, mientras el aroma del yodo impregnaba el aire.
Su mano se encontraba dentro del pecho del paciente, mientras intentaba no pensar en Selene y centrarse únicamente en la operación a corazón abierto que estaba realizando.
—Doctor Alejandro, ¿está bien? —preguntó la instrumentista, con su voz amortiguada por la mascarilla.
Al levantar la vista un segundo, se percató entonces de que todos lo miraban: el anestesiólogo, el perfusionista, la residente de segundo año que temblaba cada vez que le daba una orden.
El reloj de pared marcaba las 13:37. Llevaban tres horas aquí y apenas estaban cerrando la coronaria.
—Doctor, la presión está cayendo a sesenta —informó el anestesiólogo sin alzar la voz, pero lo suficientemente alto como para que sonara a una advertencia.
Inmediatamente, sintió que el estómago se le apretaba como si le hubieran metido la mano para retorcerle las tripas.
Pero no era por el paciente ni por la advertencia del anes