Alejandro no le estaba dejando más alternativa: debía huir.
Con los ojos rojos, pero completamente secos luego de limpiarse las lágrimas, observó cómo el hombre regresaba al auto.
En su mano traía una bolsa del supermercado, la cual le entregó. El contenido de la misma se trataba de varias marcas de jugos, galletas y chocolate, e incluso un ibuprofeno para el dolor de cabeza.
—No sabía cuál te gustaba, así que compré varias marcas —explicó, acomodándose frente al volante.
Y sí, por supuesto que no sabía cuál era su favorito.
No pudo evitar poner los ojos en blanco, mirando a la carretera, mientras hacía la bolsa a un lado sin la menor intención de tomar nada.
Si dependía de ella, bien podrían pudrirse sus malditos chocolates. O mejor aún, que se los llevara a su espléndida novia.
—Se dice que el chocolate aumenta la serotonina y la dopamina. Deberías probarlo —continuó con aquel tono clínico que tanto le fastidiaba.
¿Acaso la creía su paciente o qué demonios?
—¿En serio cree