Ahora Diego parecía un perro perdido y humillado, pero Camila no sentía la menor compasión.
—Tal como pensaste… ¿no lo sabías desde antes? —dijo, y al terminar de hablar, retiró la mirada y cerró la puerta de golpe.
Ramiro estaba sentado en la mesa esperándola.
Camila se acercó y él, con total naturalidad, le pasó los cubiertos.
Ella sintió un leve temblor en los dedos.
—¿Por qué no saliste antes? —preguntó.
Eso no parecía propio de Ramiro.
Desde que confirmaron su relación, él había proclamado su territorio; en la sucursal ya nadie ignoraba que Ramiro había venido al extranjero por ella.
—Camila, yo también siento miedo —respondió Ramiro con una ligera sonrisa—, pero ahora ya no.
—…¿Por qué?
—Porque te conozco —dijo Ramiro con los ojos ardientes—. Sé que no volverás atrás. Acepto que ahora no me ames tanto, pero eres una persona responsable; con el tiempo me querrás más que a él. Yo valgo la pena.
Un matiz extraño se abrió en el corazón de Camila, como un leve oleaje.
—¿Por qué habla