Mateo terminó su frase y, molesto, me mordió la oreja.
Me estremecí entera, la cara se me puso roja hasta el cuello.
Lo agarré de los hombros, tartamudeando:
—Tú... tú no hagas eso, yo... yo tengo sueño, quiero subir a dormir.
—¿Dormir? Esta noche no pienso dejarte escapar.
Después de decir eso, me volvió a besar los labios.
Una mano me sujetaba de la cintura, la otra me sostenía la cabeza, impidiéndome retroceder.
Su beso tenía un matiz de castigo, pero al mismo tiempo era tierno.
Sus dedos, largos y ardientes, se colaron bajo mi blusa, dejando una estela de calor allí donde rozaban.
Yo, sin querer, puse mis brazos alrededor de su cuello.
Mi cuerpo se había rendido.
Sus besos se hicieron cada vez más urgentes y apasionados; me dejó sin aliento, confusa, al borde del desmayo.
Lo golpeé en el hombro, pidiéndole que me dejara ir.
Él solo se apartó un poco, y me miró con ojos oscuros y profundos.
El aire fresco entró en mis pulmones, y mi mente recuperó un poco de claridad.
Ay, ¿qué estab