Justo cuando los dos estábamos besándonos, doña Godines entró de repente, toda incómoda.
—Eh… yo… me olvidé el celular… ustedes… ustedes sigan, ¿sí?...
Apenas lo agarró de la mesa, salió disparada.
Yo quería morirme de la vergüenza.
¡Que la empleada que me vio crecer me pillara besándome así de intenso con un hombre era lo más bochornoso del mundo!
Lo empujé del pecho, toda sonrojada:
—¡Es tu culpa! ¡Ahora doña Godines nos vio!
Mateo trataba de contener su deseo.
Con voz ronca dijo:
—¿Y si subimos?
—¡No quiero! Yo quiero… quiero cenar primero.
Mateo sonrió de esa manera suya, enigmática, y me susurró al oído con un tono bajo y cargado de insinuación:
—Tranquila, yo te voy a dejar bien satisfecha.
¡Ahhh!
¡¿Qué clase de frase es esa?!
¡Un descarado!
Entre halagos y fuerza, Mateo terminó cargándome hasta el dormitorio.
Mientras subíamos, ya me había quitado toda la ropa.
En el baño humeante, Mateo me abrazaba por detrás.
Tomó mi mano y la apoyó contra la pared resbaladiza, mientras me su