Mateo apretaba el borde de la mesa de piedra, y sus ojos me miraban con tal molestia que parecía que yo era su peor enemiga.
Así nos quedamos un buen rato, enfrentados en silencio.
Al final, ya no aguanté que me mirara de esa forma.
—Señor Bernard, si no tienes nada que decir, entonces me voy a descansar al cuarto.
Me puse de pie para irme, pero de la nada me agarró del hombro y me obligó a sentarme otra vez.
Lo miré con impotencia.
—Señor Bernard, solo me quedas mirando y no hablas, ¿qué es lo que quieres? Si tienes alguna queja conmigo, dila. Si no dices nada, ¿cómo se supone que sepa lo que piensas?
En esta reunión después de cuatro años, siento que este hombre solo me odia, como si no supiera cómo tratarme.
Muchas veces pienso que me detesta, pero al mismo tiempo no sabe qué hacer conmigo.
Quizá me quiera todavía, pero por el abismo que significa la muerte de su madre, reprime ese sentimiento.
Está en conflicto, siempre lo ha estado.
Ese pensamiento me conmovió y me provocó un sent