Estaba frente a una puerta torcida de madera, que apenas traté de abrir, cayó al suelo. De la nada, quedé dentro de una nube de polvo que no me dejó ver nada por un momento.
Javier se puso delante de mí y apartó las hierbas del patio con los pies.
Me tomó de la mano y entramos juntos. El paisaje me trajo muchos recuerdos.
El contraste de la belleza que recordaba con la ruina ante mis ojos me hizo sentir una tristeza profunda.
Mi abuela ya no estaba. Esa calidez y ternura no volverían jamás.
En el patio había un árbol de naranjas, grande y frondoso. En el suelo había restos de fruta podrida.
Javier se paró junto al árbol, sorprendido:
—No puedo creer que este árbol aún esté aquí.
Lo miré con curiosidad:
—¿Por qué lo dices?
—Porque lo planté yo —respondió con una sonrisa.
—Lo plantamos tú y yo.
—¿Nosotros lo plantamos juntos?
Javier asintió, con los ojos brillándole, como si en su mente estuvieran pasando todos los buenos recuerdos.
En el tronco parecía haber algo grabado. Me agaché par