Frente a la tumba habían dos sombras: Miguel y la madrastra de Mateo.
Con la cara tensa, Miguel miraba la tumba.
Su esposa lo empujaba una y otra vez, como apurándolo a arrodillarse.
En ese momento, algo cambió en la mirada de Miguel. Después de contenerse durante un buen rato, por fin se arrodilló lentamente.
La madrastra sacó rápidamente su teléfono para tomarle fotos, como guardando evidencia para después mostrársela a Mateo.
Javier lo observó y de repente se rio, lleno de desprecio.
—Mira eso… Miguel, ese hombre egoísta y ruin, arrodillándose en la tumba de mi padre por su amado hijito Michael. Qué ironía. La verdad, hasta me da lástima Mateo. Su vida es tan, pero tan patética.
Al oír eso, me sentí muy incómoda.
No pude evitar responderle:
—Su vida no tiene nada de patética. Con que yo lo ame, es suficiente.
De la nada, Javier apretó fuerte el volante.
Luego me miró, con los ojos llenos de ese resentimiento de siempre.
—¿Recuerdas que tú también me dijiste eso? Que solo con tu amor