¿No se supone que él siempre me ha odiado?
¿No se supone que quería que me muriera?
¿No decía que solo me veía como un objeto para satisfacerlo?
Entonces, ¿por qué se arrodilla por mí?
Comencé a llorar. Las lágrimas salían, una tras otra, sin detenerse.
A mi alrededor, la risa arrogante y enfermiza de Michael torturaba mis oídos.
Era tan aguda, tan penetrante, que me hacía retumbar los tímpanos y me martillaba el cerebro.
Llorando, le grité a Mateo:
—¡Levántate! ¡Levántate, por favor! ¡No quiero que me salves! ¿Quién te pidió que vinieras? ¡¿Quién te pidió que fingieras preocuparte?! ¡Él no nos va a dejar ir, eres un idiota! ¡Un maldito idiota sin remedio! ¡Todo lo que dice se lo crees! ¡¿Por qué eres tan estúpido?! ¡Vete! ¡Lárgate ya, no quiero verte! ¡Vete… ah…!
Michael volvió a tirar de mi cabello, sin piedad.
Apreté los labios con todas mis fuerzas, sin atreverme a soltar ni un solo quejido de dolor.
Los ojos de Mateo estaban inyectados en sangre. Su voz era la de un hombre al bord