Estaba cansada. En serio.
Mateo se empezó a reír.
De inmediato se levantó y caminó hasta quedar justo delante de mí. Sus ojos tenían un brillo oscuro y me miraban desde arriba, de una forma que me daba miedo. Su tono era de puro fastidio:
—Hablar conmigo te cansa, pero con Michael y Javier sí te gusta hablar, ¿no?
—¡Mateo! —lo miré, frustrada.
—¿Puedes dejar de meter a otros cuando intentamos hablar en serio? —le dije, molesta.
—¿Y tú puedes dejar de pensar en ellos todo el tiempo?
Mateo me gritó, con la voz baja y áspera, y en sus ojos vi un brillo rojo que me asustó.
Lo miré, apretando los labios, sin poder explicar toda la rabia que sentía.
Entre él y yo parecía que siempre estábamos en un rincón del que no podíamos salir.
Él se negaba a dejarme en paz, siempre con esa rabia que me tenía.
Y yo ni siquiera sabía qué hice para que me guardara tanto rencor.
Cada vez que le preguntaba, no quería hablar.
Por dentro me sentía impotente y abrumada.
No quería seguir hablando con él. Me di l