Efectivamente, vi cómo en los ojos de Mateo desaparecía un poco esa hostilidad de siempre.
Sin pensarlo mucho, me incliné hacia él y volví a buscar sus labios para besarlo.
Esta vez no se apartó, aunque tampoco me besó. Solo dejó que, con mis torpes intentos, yo intentara abrir sus labios.
Mateo bajó la mirada y me observó de cerca.
Esa forma de mirarme, tan tranquila y tan fija, pero a la vez tan directa, me puso nerviosa y sentí el calor subirme hasta las mejillas.
Bajé la vista, evitando sus ojos.
Sabía que si seguía viéndolo así, me pondría tan nerviosa que seguro saldría corriendo.
Seguí besándolo durante varios minutos, y noté cómo su cuerpo empezó a responder.
Aun así, él no se movía, seguía quieto, como si me diera permiso de hacer lo que quisiera, sin más.
En sus ojos se asomaba una chispa burlona, como si le diera gracia ver cómo yo, que antes me creía superior, ahora intentaba ganarme su atención.
Así era Mateo: sabía cómo humillarme, cómo hacerme sentir pequeña, sin decir n