No contesté su pregunta. Solo me acerqué y fui directo hacia sus labios.
Mateo giró un poco la cabeza, evitando mi beso.
Mis labios tocaron su mejilla y me invadió una sensación extraña en el pecho, una mezcla de rabia y tristeza.
Por un segundo sentí ganas de rendirme, pero el miedo a que pudiera encerrarme aquí para siempre fue mucho más fuerte.
¿Qué importaba la vergüenza? ¿Qué era sentirse un poco humillada contra una cadena perpetua aquí? Nada.
Él no me soltó la muñeca.
Con la otra mano, agarré su cuello y, tomando aire, volví a intentar besarlo.
Otra vez me esquivó, y solo pude rozar sus labios un instante.
Sentí ese olor tan suyo y el calor de su cuerpo.
Antes, cuando lo odiaba, hasta su respiración me molestaba.
Pero ahora que lo quería, tenerlo tan cerca me ponía nerviosa y me hacía temblar.
Estábamos muy cerca.
De perfil, él se veía serio, labios apretados, cejas rectas. Toda su cara decía “no te acerques”.
Sí, daba miedo.
Quise retroceder, pero no podía. Si quería salir, deb