Ya no sabía si las lágrimas que me caían eran por atragantarme con la comida o por toda la tristeza que tenía dentro.
Respiré hondo, me limpié la cara con la manga y seguí comiendo.
Comí mientras las lágrimas seguían cayendo.
Gotas gruesas, saladas, caían en el plato una tras otra.
Desde que Mateo se fue, no volvió a aparecer.
Pero, igual, alguien seguía trayéndome tres comidas al día, siempre a la misma hora.
El baño tenía agua.
Seguía encerrada en este cuarto pequeño por culpa de Mateo, sin poder hacer nada, sin contacto con el mundo exterior.
Solo comía y dormía. Sentía que iba perdiendo la sensibilidad.
Pasaba horas sentada junto a la ventana, mirando afuera. A veces me quedaba ahí toda la tarde.
El paisaje era bonito, pero vacío. No se veía a nadie.
El mar a lo lejos parecía un lago sin vida. Igual que mi ánimo.
A veces sentía que ya era como un cadáver que sigue caminando.
Sin pensar. Sin ganas de nada.
Solo cuando veía mi vientre, que ya se notaba un poco, y pensaba en mis bebés