De la nada, escuché su voz grave y seria detrás mío.
Sentí cómo todo mi cuerpo se ponía tenso. Me apuré a limpiar mis lágrimas y pregunté con indiferencia:
—¿Necesita algo más, señor Bernard?
Por un rato, el hombre atrás de mí no contestó nada. Con la voz igual de seca, agregué:
—Si ya no tiene nada más, tengo cosas que hacer.
Dicho eso, di un paso y seguí rumbo a la puerta.
Pero entonces, su voz dura volvió a dejarse oír:
—Si la culpa fue tuya, no busques excusas. ¡Un error es un error!
¿Mi culpa?
¿Para él, yo solo estaba inventando pretextos y lavándome las manos?
Sentí una ola de rabia y de impotencia que me apretó el pecho.
Apreté fuerte el informe, me di la vuelta y, con la voz baja y quebrada, le grité:
—¡Está clarísimo que esa mujer me tendió una trampa! Las pruebas las tiene frente a usted. Solo que no quiere aceptarlo. Prefiere protegerla.
Pero aunque me enojara, aunque sintiera esa rabia y esa injusticia, aunque todo eso me pesara…
Él seguía ahí, recostado en su silla, viéndo