—Cuando algún día el señor Dupuis se enamore de verdad, sabrá lo que es querer casarse, tener hijos y formar una familia con la persona que ama —dije.
—¿Ah, sí? —Waylon se rio, sin tomárselo muy en serio.
No le respondí. Me di la vuelta y caminé rápido hacia la salida de la mansión.
No fue hasta que pasé el jardín de Waylon que mi cuerpo, tenso hasta el límite, por fin se calmó.
Me dejé caer sin fuerzas contra un poste de luz. Todo mi cuerpo temblaba de frío.
Mis zapatos se habían perdido cuando los hombres de Waylon me arrastraron hasta el auto. Ahora mis pies descalzos pisaban la nieve, sintiendo el dolor punzante del hielo, como si cuchillas me cortaran la piel.
La ropa interior a mi pijama seguía empapada de vino tinto, y el frío se me metía sin piedad por la tela mojada, helándome hasta los huesos.
El viento invernal soplaba con una crueldad desgarradora.
Me envolví con más fuerza en la chaqueta acolchada y, temblando, saqué el celular.
No había llamadas.
Ni un solo mensaje.
Eso s